Stella Bellemin alrededor de la época en que conoció a Mikhaël

En el Barrio Latino, en las viejas tiendas,‏ consultó libros raros sobre alquimia. Pasó largas horas‏ en el Palacio del Descubrimiento, donde los visitantes‏ podían asistir a experimentos y demostraciones de los‏ descubrimientos científicos.‏ Con la intención de aprender el francés hablado -su‏ conocimiento de la lengua era bastante teórico- iba al cine,‏ asistía a representaciones teatrales, frecuentaba la Opera.‏ Le gustaba seguir haciendo el mismo tipo de observaciones‏ que hacía en su juventud: estudiaba el efecto de las voces‏ y de los instrumentos de música sobre él mismo y sobre‏ el público, trataba de reconocer los centros espirituales‏ que se despertaban en él con la audición de los diferentes‏ tipos de sonido.‏

‏Durante este tiempo fue‏ cuando conoció a Stella Bellemin, una mujer de unos cincuenta‏ años que iba a ser una de las discípulas más fieles de la‏ nueva enseñanza que traía a Francia.‏ Stella también volvía de un viaje. Acababa de‏ hacer una corta estancia en los Siete Lagos de Rila donde‏ había ido a conocer al Maestro Deunov.‏

‏Después de‏ pasar doce días con la fraternidad búlgara, le preguntó al‏ Maestro, en presencia de su secretario, el hermano Boev,‏ de qué manera podría dar a conocer su enseñanza. «Ud.‏ reconocerá sin la menor duda a la persona con la que‏ podrá trabajar»‏, le respondió.

Al enterarse de que el Hermano Mikhaël‏ había venido a Francia para dar a conocer la enseñanza‏ que ella acababa de descubrir, su decisión fue inmediata: decidió colaborar poniendo‏ todos sus recursos personales a su disposición.‏ Stella era astrónoma. Agregada en la Biblioteca‏ Nacional de París. Atraída por la vida espiritual desde pequeña, era también una intelectual con una considerable autoridad en su campo.

La noticia de que un discípulo de‏ Peter Deunov estaba en París se extendió rápidamente‏ entre todos sus amigos que empezaron a visitar a diario‏ al que llamaron Hermano Mikhaël. Mikhaël escuchaba‏ con la mayor atención a estos visitantes y respondía a sus‏ preguntas. Venía mucha gente en número creciente, buscando consejo, instrucción y consuelo,  y el apartamento de la rué‏ des Princes zumbaba como una colmena. ‏

En esta segunda mitad del año 1937 la situación en‏ Francia era muy confusa. Sólo se hablaba de la amenaza‏ de guerra que planeaba sobre Europa. En otoño, el‏ gobierno francés firmó un severo decreto concerniente‏ a los extranjeros venidos a la Exposición que seguían‏ residiendo en el país. Como ésa era la situación de‏ Mikhaël, a partir de ahora encontraría muchas dificultades‏ para renovar cada ocho días su permiso de residencia.‏

‏Un día, Stella tuvo que salir en su defensa, ante un funcionario‏ que le advertía severamente que su huésped era un espía a‏ sueldo de la U.R.S.S. Debido a este tipo de malentendidos,‏ cada semana que pasaba obligaba a Mikhaël a buscar‏ nuevos apoyos.Un día la policía francesa‏ exigió, dos horas antes de la expiración de su permiso,‏ diez firmas de ciudadanos franceses, hombres únicamente,‏ provistos de «sustanciales medios económicos».‏

‏Como por‏ milagro, una decena de sus visitantes habituales llegaron‏ casi al mismo tiempo al apartamento de la rué des Princes.‏ Sin haberlo previsto, todos habían sentido ganas de visitar‏  al Hermano Mikhaël y habían conseguido liberarse de su‏ trabajo. Le acompañaron a la Prefectura de buen grado.‏ Constantemente sus compañeros se asombraban‏ de las cosas tan inhabituales que se producían en su‏ vida. Hasta los más incrédulos estaban impresionados.‏

Louise-Marie Frenette,
Extracto de The Life of a Master in the West  (En Amazon, hacer click en ‘look inside’)
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