Cuentan que un discípulo fue a ver a su Maestro y le dijo: «No estoy satisfecho de mi talla; quisiera ser tan grande como el sol para llenar el espacio y ser visto por el mundo entero. Ayúdame a satisfacer mi deseo».

El Maestro aceptó y el discípulo se volvió, efectivamente, gigantesco; todos podían verle desde muy lejos y los sabios y los filósofos se pusieron a estudiarlo y a forjar teorías acerca del origen de semejante ser; en cuanto a él, evidentemente, era muy feliz por haberse convertido en objeto del interés general.

Poco tiempo después, otro discípulo vino a ver al Maestro y le dijo; «Mi talla no me permite dedicarme a los estudios que me interesarían; soy demasiado grande y quisiera volverme minúsculo para poder deslizarme por los más pequeños intersticios de la naturaleza. Te lo ruego, satisface mi deseo». También en este caso el Sabio hizo lo que el discípulo le pedía.

Pero he ahí que ninguno de los dos discípulos había previsto que pasado un cierto tiempo estarían hartos, el uno de ser gigantesco y el otro de ser minúsculo; no le habían preguntado al Sabio cómo podrían volver a su talla primitiva y se encontraban en un aprieto.

No sé de dónde viene esta historia, pero lo que es seguro es que estos dos discípulos eran muy ignorantes: no sabían que la vida entera descansa en una perpetua alternancia de contracción y de dilatación. Sí, lo grande y lo pequeño son los dos polos entre los que oscila la vida; y, precisamente, el peligro para el hombre, como para los dos discípulos de la anécdota, es el de querer fijarse en un solo polo.

Evidentemente, esta tendencia a extenderse para ocupar el mayor lugar posible la poseen todos, empezando por el niño que, desde los primeros años de su vida, no cesa de crecer y de ensancharse. Cuando ha terminado de crecer en su cuerpo físico quiere agrandarse más de otra manera, adquiriendo más dinero, posesiones y gloria, siendo el primero en los concursos y en las competiciones.

Los artistas, los sabios, los filósofos, quieren ocupar el mayor lugar posible en el campo del arte, de la ciencia o de la filosofía. E incluso aquellos que se consagran al Señor también desean ocupar el primer lugar entre sus servidores.

Querer ser el primero no tiene en sí nada de censurable, es Dios mismo quien ha puesto este deseo en los seres humanos. Ustedes dirán que esto es vanidad. Sí, pero, ¿no es acaso la vanidad, precisamente, la que impulsa a tanta gente a hacer cosas magníficas?

Es cierto que estas cosas son magníficas para los que rodean al vanidoso, ya que se benefician de ellas, y no tanto para el vanidoso mismo, que se desvive y lucha para complacer a los demás y para ganar su aprobación y su admiración. Los artistas, en particular, son todos vanidosos, pero ¡ qué felicidad, qué gozo proporcionan a los demás cuando interpretan, mientras que ellos mismos, a veces, están desanimados y son infelices!

La vanidad sólo se vuelve peligrosa si obedece a móviles puramente egoístas, si la persona quiere satisfacer sus deseos a expensas de los demás, despojando y aplastando a todo el mundo a su alrededor. Pero querer ser el más rico y el más poderoso para ayudar a los pobres, o para dirigir empresas que serán beneficiosas para todos es, desde luego, algo diferente.

Omraam Mikhaël Aïvanhov

Izvor Book 221, El Trabajo Alquímico o la Búsqueda de la Perfección
Capíutlo 10, Vanidad y Gloria Divina