Evidentemente, cuando les hablo del sol sólo toco una parte de la realidad; no sólo existe el día, también existe la noche. Cuando el sol se ha puesto, si la noche es clara, vemos la inmensidad, el espacio con miles de estrellas, de constelaciones… Es el infinito, la riqueza, el esplendor… Mientras que cuando aparece el sol, oculta el espacio, nos cierra la inmensidad, limita nuestra visión al mundo material, visible.

¿Cómo resolver este problema? Por un lado el sol nos muestra un mundo real, aporta la visión clara y precisa, lo vivifica y delimita todo; pero, por otra parte, cuando no está ahí, deja paso a la inmensidad, y esta inmensidad, que es de una riqueza prodigiosa, da al alma y al espíritu la posibilidad de viajar y de perderse en el infinito. ¿Acaso no nos muestra el sol toda la verdad?… Pero dejemos todo eso para otra ocasión. Reflexionen sobre ello.

A veces se ha hecho de la noche el símbolo del mal, y del día el símbolo del bien. Sin embargo, a menudo es por la noche cuando los Iniciados trabajan, meditan, rezan, y cuando, en el pasado, hacían pasar a sus discípulos las pruebas de la Iniciación. La noche no es, pues, tan mala.

Es cierto que cuando hablamos de “tinieblas” sobreentendemos el mal, la ausencia de inteligencia, de amor y de bondad; pero la noche es otra cosa, y la luz del espíritu puede brillar durante la noche, lo mismo que las tinieblas pueden reinar durante el día: todo depende del estado de conciencia. El día y la noche son dos símbolos diferentes de la manifestación divina. Dios, o la verdad, se manifiestan de noche lo mismo que de día, pero bajo un aspecto diferente. Muchas fuerzas tienen necesidad de la oscuridad para trabajar: el niño que debe nacer, la semilla que va a germinar, empiezan a crecer en la oscuridad.

Debemos, por tanto, saber trabajar también con la noche. ¡Ah! ¡Qué condiciones maravillosas de paz, de silencio, de dulzura para fundirse en el espacio!…Se acuestan en la hierba una noche de verano, cuando todo el mundo duerme y, en el silencio apenas turbado por el canto de los grillos y de algunas ranas, miran, allá arriba, esta inmensidad de estrellas… Tratan de comprenderlas, de buscar lo que son estos mundos, qué entidades, qué inteligencias los habitan

Porque es imposible que, entre todos los mundos creados, sólo esta mota de polvo que es la tierra esté poblada… poblada de pequeños pigmeos que filosofan mañana y tarde, o de teólogos que se preguntan cuántos diablos pueden caber en la cabeza de un alfiler o ¡qué hicieron con el prepucio de Jesús después de la circuncisión! ¿Ven que cuestiones más interesantes?

Están, pues, acostados en la hierba, y tratan de encontrar su estrella preferida, aquella con la que tienen más afinidades, y la aman, se conectan con ella, se imaginan que van hacia ella, o que ella viene a hablarles… Entonces, todas sus miserias, sus pequeños dramas, sus pequeñas pérdidas, les parecerán tan insignificantes que encontrarán estúpido lamentarse por tan poca cosa. Frente a esta inmensidad en donde todo es solemne, majestuoso, ¿por qué pararse en mezquindades y alertar al mundo entero?

Algunos astrónomos reconocieron que sus trabajos habían cambiado completamente su punto de vista: los problemas, las preocupaciones, las luchas de la vida perdían importancia y se asombraban de que los humanos pudiesen hacer tantas historias por tan poco. Si tienen la posibilidad, les aconsejo que hagan estas experiencias… ¡y hasta que se duerman bajo las estrellas!

(Continúa…)

Omraam Mikhaël Aïvanhov
«Los Esplendores de Tipheret«, Obras Completas, vol. 10
Cap. 10 Suban por encima de las nubes