Precisamente el otro día, vi por televisión un programa sobre el tema de «la fiesta». Se habían reunido escritores, cineastas, sociólogos, periodistas, y todos decían que la fiesta es benéfica, es agradable, distrae, divierte, es un cambio del trabajo de todos los días…Y advertí que todos hablaban únicamente de placer, de distracción, de pasatiempo, y que en ningún caso se planteó la cuestión de saber aprovechar ese reposo, esa alegría, para avanzar, para evolucionar, para volverse más bello, más noble, más resplandeciente.

Me quedé atónito. Todos decían que había que divertirse, «darse el gusto», e incluso «matar el tiempo». Ninguno tuvo la idea de decir que la fiesta también podía contribuir a la elevación, a la mejora, al ennoblecimiento del ser humano.

Excúsenme, quizá soy anormal, tal vez soy un monstruo, pero qué quieren, para mí todas las actividades, trabajos o festejos, deben converger hacia un solo objetivo, hacia un ideal espiritual: cómo llegar a ser mejor, cómo volverse útil. Por supuesto, uno es libre de actuar como todo el mundo: pueden hacer fiestas si les gusta, seguirán siendo siempre los mismos débiles, enclenques, indecisos, esclavos, víctimas, a pesar de todos sus descansos y diversiones.

¿Por qué? Porque les faltará un ideal. Vuelvo siempre a esta cuestión. Le pregunto a alguien: «¿Cuál es su ideal? ¡Oh! no lo sé… Pues bien, está usted perdido.» Pues sí, la gente no ha comprendido la ventaja de tener un ideal sublime, un ideal de perfección: eso es lo que da un sentido a la vida.

Omraam Mikhaël Aïvanhov
Sèvres, 29 de septiembre, 1958

Obras Completas, vol. 32. Los frutos del Árbol de la Vida.
Cap. 17, Las fiestas cardinales.